Opinión

Espectáculos

Por Armando Borgeaud.

La pasión según Cholita

Cholita
Misterio campero en dos o infinitas jornadas.
Andrea Giana Autora y Actriz / Miguel Dao Director

Espectáculo gestado en Entreacto, zona de Artes Escénicas, La Plata, Buenos Aires
Taller de Dramaturgia Integral a cargo de Miguel Dao.

Sábados 4 / 18 / 25 - Domingo 12
Patio de Ituzaingó 872, Zárate.

Cholita despierta desde la pasión de Andrea Giana en el patio recortado de mi casa materna; sale a escena desde la habitación que fue dormitorio de mi bisabuela, como brotan desde la piedra las esculturas impulsadas desde el espíritu, a la manera de todas las obras auténticas, esas que vienen desde el fondo de la desesperación humana por trascender en la historia que, como en el caso de Cholita, se obstina generalmente en hundir en el olvido, ese manto que intenta esconder porfiadamente la injusticia de los postergados del interior.

Como si el interior de los pueblos no representara lo más profundo y sagrado que ilumina nuestras vidas, o debería hacerlo también a los que viven en el exterior, a la intemperie de su insensibilidad. El general Lavalle llamó “trece ranchos” en 1828 a las pocas provincias que por entonces conformaban la Confederación y a las que amenazó con aplastar con su bota militar desde Buenos Aires, y por algo ese gesto cruel sigue irradiando su vigencia en la actualidad.

Sobre las baldosas antiguas, Cholita cuenta la historia de su frustrado sueño de viajar a Buenos Aires con un cantorcito, a quien buscará seducir con su arte declamatorio —a un alto precio— para recitar sus poesías en una radio porteña. Una y otra vez, ya se sabe cómo percuten en nuestra esperanza la obstinación de los sueños.

El público atestigua la escena, sentado alrededor de sus dos bancos, la palangana donde intentará lavarse el barro de sus pies heridos, la valija del viaje trunco, un jarro, una caja de collares para su fantasía de niña perdida en el desierto de esta pampa, tan lejos de ese Buenos Aires que sigue aún hoy irradiando como un destino tan falsamente maravilloso pero imprescindible para quienes, como Cholita, buscan un destino posible.

El teatro funciona como una ceremonia imprescindible para que el rito emocional suceda en el ámbito de un espacio donde cada elemento tenga un significado, una forma de sacralidad que no tiene por qué ser exclusivamente una consecuencia de la religiosidad; aunque tal vez la religiosidad, como religación, no se manifieste únicamente en los templos, o mejor dicho, que un patio como el de Cholita pueda serlo de alguna manera.

En esta ceremonia hay una curandera bruja, el fantasma de un general de blanco y charreteras que, con voz ronca, reclama lejanamente desde el cielo a esa chinita que se rebela mirando desde su pequeñez indomable hacia lo alto y reafirmando su identidad que, aunque humillada, se sostiene enhiesta: yo soy Cholita, proclama en soledad. También Eva parece alejarse de su alcance entre nubes de formas extrañas, revelando así una de sus múltiples muertes seguidas de tiernos renacimientos en carne viva, aunque ella, Cholita, presagie a su madre, recitando con mala memoria, que finalmente los muertos se quedarán demasiado solos. Es que Cholita lamenta no entender el orden y el sentido de sus actos y los de los demás, que aparecen y desaparecen como fantasmas complotados.

Hay en su relato, además, un tata abusador de doble vida, un turco que comercia telas para un vestido que resultará una trampa engualichada entre una modista cómplice, una bruja aparecida y, por sobre todo, esa madre a la que Cholita se dirige irremediablemente en forma de súplica recriminatoria (¿existirán otros modos de dirigirse a la memoria de una madre?) a quien reprocha llorando por la pérdida de su pureza en el charco de un egoísmo miserable, víctima la madre también, al fin y al cabo, de esa miseria con olor a jornaleros sudados en pisos de tierra mojada que Cholita describe sin vueltas.

Cholita nació como un texto literario de Andrea Giana que Miguel Dao, en colaboración con la autora, convirtió en una pieza teatral que ambos fueron construyendo luego meticulosamente a lo largo de un año de trabajo en Entreacto, el espacio de experimentación
teatral creado por el director y actor zarateño en la ciudad de La Plata, donde esta obra fue estrenada en septiembre pasado, en un tiempo donde la inmediatez suele malograr buenas ideas que quedan solamente en eso, por falta de la elaboración que Cholita demuestra sólidamente al conmover al público desde el primer momento por su impecable calidad.

La puesta en escena luce rigurosamente austera, un mecanismo cuidadosamente estudiado para lograr los efectos deseados en cada matiz, en el que se combinan el texto, la expresión corporal y el movimiento, que Miguel Dao ha aprendido en profundidad a través de la búsqueda paciente de su arte, como los ya casi inexistentes artesanos. Actor, dramaturgo y director en su extensa carrera, hay un aura de sabiduría madura en cada manera de mirar su trabajo y de expresarlo, esa claridad que solo consiguen el tiempo, la dedicación y un talento natural.

Conozco a Miguel desde los trece años —antes que él a mí—, cuando al pasar por la puerta de su casa lo descubría concentrado en la lectura. Faltaba bastante para que yo llegara a ese momento. Desde allá lejos proviene mi admiración.

En el marco de este trabajo, Andrea Giana vuelve a demostrar, esta vez sola en escena y autora del texto base, poseer las condiciones de una actriz notable en su capacidad expresiva e interpretativa, pero también alguien que sabe muy bien lo que desea para su carrera, una convicción que es por lo primero en que suelen fallar los que toman al teatro —y se podría extender a la vida— como un entretenimiento para los fines de semana.

En un primer momento no entendí la relación del marco dorado, propio de una pintura clásica de las que se cuelgan en museos o mansiones patricias de las que aún existen, en la que aparece retratada Cholita con su vestido rojo, hasta que esta mañana, al comenzar a escribir esta nota, comprendí —en un brote de lucidez— que se trata finalmente de una hermosa reivindicación que la belleza oficial le debe a las víctimas de la tierra condenada, como esa mujercita noble y tierna que desespera de ternura pisoteada. A veces viene bien un poco de resentimiento.

Finalmente surge, inevitable, la pregunta: ¿no tuvieron algo de Cholita las tres adolescentes asesinadas hace pocos días, víctimas del narcotráfico y, por ende, de la misma miseria y desigualdad que sirve de telón de fondo al trabajo de Giana y Dao? Como siempre, resuena como un eco la historia del país y la individual en cada situación que nos interpela, precisamente en un país que se desmorona desde hace tantos años.

Durante el estreno del sábado 4 en el patio de mi casa, y desde que comenzaba a declinar la luz del atardecer y Cholita salía a escena —a quien Miguel observaba desde la ventana, detrás de los espectadores, sonriendo cada tanto como un chico que disfruta de un juego que lo apasiona (el teatro, el arte, además de una ceremonia, es un juego, debí decirlo antes)—, yo caminaba por el interior de la casa a oscuras, vigilante vaya a saber de qué, relojeando la escena al pasar por la ventana del patio, observando la puerta  entreabierta de mi dormitorio, que alguna vez fue el que ocuparon mi madre adolescente y su hermana, oyendo las campanadas del reloj de péndulo que amaba mi abuelo y cuyo sonido angelical vengo oyendo desde hace más de sesenta años, cuando llegaba de visita a esta casa de patios profundos con una alegría incontenible en mi cuerpo pequeño.

Como la del sábado que estrenamos Cholita en ese espacio —digo estrenamos porque yo también soy mi casa—. Vaya a saber si no se trató de una ceremonia del adiós, como escribió Sartre al referirse a los últimos tramos de su despedida. Aunque, en este caso, no tiene por qué tratarse de la última. Quedan varias funciones.