En este décimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario, corresponde la lectura del Evangelio de San Mateo, Capítulo 11, versículos del 25 al 30: “Por esos días dijo Jesús: — Padre, Señor del cielo y de la tierra, te doy gracias porque has ocultado todo esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. 26 Sí, Padre, así lo has querido tú. 27 Mi Padre lo ha puesto todo en mis manos y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. 28 ¡Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso! 29 ¡Pongan mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy sencillo y humilde de corazón! Así encontrarán descanso para su espíritu, 30 porque mi yugo es fácil de llevar, y mi carga ligera”.
Aquí se nos muestra que la sabiduría humana y el conocimiento académico no son necesariamente los caminos para entender y acercarse a Dios. En cambio, es la actitud sencilla y humilde de corazón la que nos permite recibir, vivir y disfrutar su mensaje, sin cuestionamientos estériles que sólo nos demoran y distraen de lo importante: poner a Dios como prioridad en nuestra vida.
Ya lo dijimos, y lo volvemos a repetir: no se trata de excluir o degradar a nuestros seres queridos en nuestro universo emocional, sino comprender que es a través de Dios que experimentaremos un amor sano y no tóxico hacia ellos. Nada malo generaremos si nos manejamos desde la mirada amorosa de Dios, que conocemos a través del Evangelio.
Jesús nos dice que nadie conoce al Hijo excepto el Padre, y nadie conoce al Padre excepto el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. Esto describe la intimidad única que Jesús tiene con Dios. Él es el mediador entre el Padre y nosotros, y es a través de Jesús que podemos conocer y experimentar la cercanía y el amor de Dios.
Además, Jesús nos invita a acercarnos a él, especialmente aquellos que están cansados y agobiados. El yugo es un símbolo de sujeción y sumisión. Jesús nos está invitando a seguir su ejemplo de humildad y entrega a la voluntad de Dios. Al hacerlo, encontraremos alivio para nuestras almas y una carga más liviana para llevar.
En este pasaje, una vez más nos encontramos directamente con el contraste entre la Palabra de Dios y lo que el mundo y la sociedad en general nos ofrecen: lo permanente frente a lo pasajero y trivial. Jesucristo respeta nuestra libertad a la hora de decidir, pero nos apremia para que nuestra elección sea la adecuada, superando la apariencia de lo que, con engaño, se presenta con tanto atractivo. Vayamos, pues, a lo esencial, porque de esto depende nuestra vida humana y cristiana. Lo esencial es lo que está al alcance de “los pequeños”, de las personas sencillas.
¿Lo hacemos así en nuestro vivir diario? ¿Tomamos en consideración lo que nos dice Jesucristo, el buen Maestro? ¿Cuánto atractivo ejercen sobre nosotros quienes se creen doctos cuando en realidad no pasan de ser presuntuosos? Por favor: no nos dejemos engañar, escuchemos al Maestro y sigamos sus pasos.
El Padre se oculta a los sabios y entendidos quienes se encierran en sus razonamientos, mientras se revela a los humildes y sencillos … Ya no es el Dios confrontativo, que derrota militarmente a sus enemigos, que amenaza. No es el Dios de la Ley en cuyo nombre se despreciaba y marginaba a la masa “inculta”. No es el Dios de los primeros puestos y honores para llamar la atención. Es el Dios desconcertante y escandalizante para el statu quo, porque es el Dios que se revela y se manifiesta entre aquellos quienes para la elite, directamente, no cuentan.
Para conocer al Dios que devela Jesús sólo hace falta tener un corazón humilde y sencillo. Donde está Dios hay hombres y mujeres que buscan la paz, la mansedumbre, el buen trato, la buena relación, el vínculo sano y armonioso.
El signo de la fraternidad cristiana encierra un sentido creciente de la solidaridad. Por eso necesitamos una fraternidad sin fronteras en medio de un mundo lleno de orgullo, de odio, persecución, engaño, coima, corrupción, donde vale más lo efímero y descartable. Necesitamos, entonces, volver a Dios, a su Evangelio, a la verdad, a la justicia y a la práctica cristiana.
El carácter privilegiado de los pobres no se debe a sus méritos o virtudes, ni siquiera a su mayor capacidad para recibir el mensaje de Jesús. La pobreza, por sí misma, no le hace a nadie mejor. La única razón es que son pobres y abandonados, y Dios Padre de todos no puede reinar entre los hombres si no hace justicia entre los que no la tienen. Los pobres necesitan ser rescatados de sus ingratas circunstancias, que se les tenga en cuenta, sumarlos a la causa del Reino. Por eso es bueno para ellos que se imponga la bondad de Dios. El único camino de hacer presente al Dios que salva en la historia, es el Dios del amor solidario. Porque el hombre feliz es aquel que ama y se sabe amado.
Hace poco tiempo atrás, alguien afirmó en un programa de televisión que la gente “está cansada de creer en Dios”. Tan profunda es su ceguera que hasta se atreve a opinar desde la ignorancia… Nadie puede estar cansado de lo que no conoce. Quien está cansado es aquel que no ha descubierto el descanso y la paz que conlleva creer y discurrir en Dios. Se cansa quien desespera. Se agota quien mira por sí mismo y se deja arrollar por el ruido, el sinsentido, el vacío o el simple impulso de hacer por hacer, sin considerar el dedicar cada instante a la gloria de Dios, como cualquier hijo que aspira a ser el orgullo de su padre.
“Vengan a mí los cansados y agobiados” nos dice el Señor. Ante esta invitación, no podemos menos que reflexionar sobre aquellos aspectos que producen dolor, hastío, desencanto, desilusión, o apatía en nuestro camino. En definitiva, se trata de confiar que la carga será más liviana si empezamos a ver la vida desde la irrefutable lógica cristiana.