Especial

La Palabra del Domingo

Por Rufino Giménez Fines

Cadena de favores

En este segundo domingo de Cuaresma, corresponde la lectura del evangelio de San Mateo, Capítulo 9, versículos de 2 al 10. “Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó aparte a ellos solos a un monte alto. Allí se transfiguró en presencia de ellos. 3 Su ropa se volvió de una blancura resplandeciente, tal como ningún batanero de este mundo sería capaz de blanquearla. 4 Y los discípulos vieron a Elías y a Moisés, que estaban conversando con Jesús. 5 Entonces Pedro dijo a Jesús: — ¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Es que no sabía lo que decía, porque estaban aterrados. 7 En esto quedaron envueltos por una nube de la que salía una voz: — Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. 8 En aquel instante miraron a su alrededor y ya no vieron a nadie sino únicamente a Jesús solo con ellos. 9 Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado. 10 Y, en efecto, ellos guardaron este secreto, aunque discutían qué sería aquello de resucitar”.
 
La transfiguración es una experiencia muy intensa de fe y oración, que Jesús comparte con sus discípulos más cercanos para que comprendan el anuncio de la Pasión que ellos no aceptan ni terminan de comprender; y para explicitar que el camino anunciado por Jesús abreva en el Antiguo Testamento (por eso la presencia de Elías y de Moisés).
 
La transfiguración es, también, la manera de cómo se mostrará la Gloria del Hijo de Dios. San Marcos pone el acento en la luminosidad y la blancura. Pedro va a decir “Maestro, qué bien que estamos aquí”, con la idea de quedarse ahí, desentenderse de todo lo demás. Pero la gloria vendría, necesariamente, por la pasión y posterior sacrificio de Jesús en la cruz. 
 

El camino de la Cuaresma es un camino de luces y sombras. Como dice en el documento de Puebla: “Estamos hechos de coraje y de derrota; de entusiasmo y desilusión; de empuje y de desaliento”. Por eso es que tenemos siempre que ir adaptando nuestra vida a los criterios del evangelio de Cristo, sobre todo en momentos de dificultad, cuando es más difícil encontrar respuestas es la doctrina la que nos ordenará los pensamientos, nos pondrá un norte en la noche más oscura. “Escúchenlo” señala la voz de Dios en el monte.

Dios es nuestro compañero de ruta, y podemos llenarnos de Dios en la medida en que estemos abiertos para que así sea; dejarnos conducir por. Él mismo, sabiendo que vela con nosotros y nos bendice.
 

Cerrarse en la pobreza de los propios criterios, es condenarse a la frivolidad, a la tristeza, la angustia, la inmadurez, la incertidumbre… Recordemos a Abraham, a quien Dios le pidió una confianza absoluta… confianza en que Dios sólo busca el bien. 
 
Un creyente que se deja guiar solamente por la razón y lógicas terrenales, corre el riesgo de hundir su vida en el temor y en el inmovilismo. De quedarse huérfano de Dios. Les doy un ejemplo. Hace mucho tiempo, éramos muy jóvenes, un amigo me dijo: “Cuando no sé qué hacer frente a una situación, me pregunto qué hubiese hecho mi papá…” Es por ahí. Y de ahí la profundidad y claridad de la expresión que aparece en la doxología final en la Plegaria Eucarística: “Por Cristo, con Él y en Él”.
 

El seguimiento de Jesucristo, ergo, la elevación espiritual y por ende la Paz interior, es para personas que se esfuerzan, para quienes no se conforman con sólo ir “tirando”. En definitiva, hablamos de quien tiene la conciencia y voluntad de honrar la vida.
 

La conversión que nos ofrece la Cuaresma es la transfiguración de toda la persona. No es una media tinta. Aquel que se determina a escuchar a Jesús y se dispone a seguirlo como enviado del Padre aun en circunstancias que se perciben a priori como anómalas, entra en un proceso de conversión que, tarde o temprano, será virtuoso: Los tiempos del hombre, no son necesariamente los tiempos de cielo.

En este pasaje del Evangelio, vemos a la Transfiguración como el anuncio de la Resurrección a sus seguidores más cercanos. La palabra de San Pablo no es otra cosa que la vida en el Espíritu y de la filiación divina. Es cierto que el tema de la muerte es algo que a nadie le gusta tocar, y de hecho no forma parte del plan divino: hay vida después de esta vida. Pero hay que tener en cuenta que desde la concepción de Israel, el sacrificio era la concepción más excelsa para unirse a Dios. 
Entonces, cuando Dios dice “Este es mi Hijo amado. Escúchenlo”, implica asumir la lógica de su ministerio pascual: ponerse en camino para hacer de la propia existencia un instrumento de Dios, con el mayor desapego posible por las cosas mundanas y la mayor libertad interior posible.     
Nadie pretende que asumamos la ofrenda extrema de Jesús, pero sí que estemos solícitos a donarnos al otro… y claro, que ese otro también lo esté. Algo así como ir construyendo una “cadena de favores”. Y es que nadie se salva solo, sino en comunidad; y hacer el bien, nos hace bien. 
 
En definitiva, podrán suscitarse problemas, desgracias, cruces o pruebas… pero al final del día, lo que hay que tener siempre presente es que Dios nos quiere felices y empoderados de amor, sabiendo que la cruz que nos toque será más liviana estando a su lado, vivenciando una entrega activa y con sentido, al dejarnos guiar y proteger por el Padre.