En este décimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario corresponde la lectura del Evangelio de San Marcos, capítulo 6, versículos del 1 al 6: “Jesús se fue de allí y regresó a su pueblo acompañado de sus discípulos. 2 Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga; y muchos que lo escuchaban no salían de su asombro y se preguntaban: — ¿De dónde ha sacado este todo eso? ¿Quién le ha dado esos conocimientos y de dónde proceden esos milagros que hace? 3 ¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no son sus hermanas estas que viven aquí? Así que estaban desconcertados a causa de Jesús. 4 Por eso les dijo: — Sólo en su propia tierra, en su propia casa y entre sus familiares menosprecian a un profeta. 5 Y no pudo hacer allí ningún milagro, aparte de curar a unos pocos enfermos poniendo las manos sobre ellos. 6 Estaba verdaderamente sorprendido de la falta de fe de aquella gente”.
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En este pasaje vemos lo que podemos llamar el cierre de la primera etapa del Ministerio de Jesús, en la que multitudes se acercaban a él para escuchar su menaje y, además, ser sanados de diferentes dolencias físicas las cuales eran interpretadas en esos tiempos como un “castigo” de Dios para aquellos que no eran lo suficientemente “puros” o “indignos”. ¿Y cuál era la recurrente respuesta de Jesús a ellos?: Tu fe te ha salvado, tu fe te ha sanado… Es ese Jesús que se presenta como intercesor entre Dios y los hombres que transforma los corazones y libera del mal.
A Jesús lo precede su fama, la fuerza milagrosa de sus manos, las maravillas realizadas en su paso por Galilea y alrededores. Aun así, los nazarenos pasan del asombro a la desconfianza… porque Jesús es uno de ellos. No pueden admitir que Dios actúe y se manifieste a través del hijo de un carpintero “que vive acá a la vuelta”.
Jesús se extrañó de la falta de fe de sus vecinos, apenas pudo hacer poco o nada entre ellos. Y es que la desconfianza del hombre bloquea la eficacia del amor de Dios. ¿Y a nosotros cómo nos interpelan estas cuestiones? Muchos tienden a confiar más en los tiradores de cartas, en parasicólogos, lectores de manos, umbandas… Pero más allá de estas distracciones, en definitiva, hablamos de la ausencia de fe en lo que hacemos; en lo que decimos; en lo que creemos como cristianos. Tampoco somos muy propensos a dar testimonio cuando somos bendecidos con un milagro, ayuda o favor del cielo.
Nosotros podemos cuestionarnos, reflexionar, e incluso hacer discernimiento… sin embargo, muchas veces nos quedamos en lo superficial, sin entrar en la profundidad de lo que es Jesús: su origen divino, la realidad de Dios hombre, la misión evangelizadora y redentora que nos ha traído al ser enviado por el Padre. Es un comienzo, pero no alcanza con ser “simpatizante” o “admirador” de la figura y la obra de Jesús. La fe involucra necesariamente una adhesión manifiesta y personal en el poder del amor.
Aquellos nazarenos estaban admirados y cautivados por la figura de Jesús, pero no estaban dispuestos a aceptar el cambio que les proponía: su proximidad y origen humilde les desorientaba. La falta de una vida interior verdaderamente trascendente les impedía ver a quien tenían frente a sí y, simplemente, dudaban.
Las cosas no han cambiado demasiado: en el mundo de hoy sigue prevaleciendo la lógica de las categorías sociales y el status; los discursos elegantes pero individualistas que no nos comprometen a nada ni con nadie. Así, muchos cristianos quedan atrapados en esa lógica terrenal, disociando el Evangelio de su práctica en la vida cotidiana en vez de dejarse transformar por el Señor.
Jesús es el hijo de Dios: viene del Padre pero también tiene una historia humana, una familia, un entorno. Y de ese ambiente saldrá a anunciar el Reino con palabras y milagros, pero sin olvidar ni su origen ni a su gente. No por una fidelidad, digamos, de clase; sino porque apunta a develarnos qué es lo importante, de lo accesorio e intrascendente: ser misericordiosos y nobles de corazón; disfrutar el amar a Dios (nuestro creador) por sobre todas las cosas, y amar a nuestro prójimo (nuestro hermano) como a nosotros mismos. No son sólo palabras bonitas, son las dos columnas sobre las cuales podremos construir nuestra fe, nuestra iluminación y, por tanto, nuestra paz interior. En definitiva, dudar de estas verdades categóricas es lo que nos demora y nos impide evolucionar.
Por Rufino Giménez Fines – Sacerdote Católico de la Orden Rogacionista