Especial

La Palabra del Domingo

Rufino Giménez Fines

Agua

En este 2do. domingo de Cuaresma, corresponde la lectura del Evangelio de San Lucas, Capítulo 9, versículos del 28 al 36: “Unos ocho días después de esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. 29 Y sucedió que, mientras Jesús estaba orando, cambió el aspecto de su rostro y su ropa se volvió de una blancura resplandeciente. 30 En esto aparecieron dos personajes que conversaban con él. Eran Moisés y Elías, 31 los cuales, envueltos en un resplandor glorioso, hablaban con Jesús de lo que estaba a punto de sucederle en Jerusalén. 32 Pedro y sus compañeros se sentían cargados de sueño, pero se mantuvieron despiertos y vieron la gloria de Jesús y a los dos personajes que estaban con él. 33 Luego, mientras estos se separaban de Jesús, dijo Pedro: — ¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. En realidad, Pedro no sabía lo que decía. 34 Aún estaba hablando Pedro, cuando quedaron envueltos en la sombra de una nube, y se asustaron al verse en medio de ella. 35 Entonces salió de la nube una voz que decía: — Este es mi Hijo elegido. Escúchenlo. 36 Todavía resonaba la voz cuando Jesús se encontró solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto”.
 
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Aquí, San Lucas nos presenta el gran acontecimiento de la transfiguración en el Monte Tabor, a unos 100 kilómetros lineales al norte de Jerusalén. A lo largo de los evangelios vemos que son varias las oportunidades en las que Jesús busca un lugar apartado, sin eventuales distracciones, para orar. En ese sentido, también podemos observar que las grandes decisiones Jesús las toma luego de orar al Padre, es decir, en comunión. 
 
En esas circunstancias, Jesús toma contacto con grandes figuras del Antiguo Testamento como lo son Moisés y Elías. Hablan del Éxodo, que significa la liberación del Pueblo de Dios. Hablamos de un pueblo de esclavo, en salida hacia la posesión de la libertad de una vida nueva en la “tierra prometida”.  
 
Los hechos del monte Tabor, están claramente vinculados a la teofanía del Sinaí relatada en el Antiguo Testamento, en la que Dios le entrega a Moisés los 10 Mandamientos.
 
Como vimos en la lectura del domingo anterior, luego de superar exitosamente las tentaciones, Jesús comienza a poner en práctica el proyecto del Padre, que es redimir ya no sólo al “pueblo elegido”, sino a “todas las naciones”: dar visibilidad de todos somos fruto de un mismo creador, y por tanto, hermanos. 
 
Los discípulos que acompañan a Jesús, pueden ver su rostro transfigurado y que luego toma contacto con Moisés -el gran líder y legislador- y a Elías, el profeta de fuego, quien defendió a Dios con celo abrazador. Los dos personajes representan a la ley y a los líderes iluminados en Dios. Ambos tienen el rostro “apagado”, sólo el de Jesús irradia luz. No proclaman ningún mensaje, vienen a “conversar” con Jesús, y sólo él tiene la última palabra. Es decir, sólo Jesús tiene la clave para leer cualquier mensaje de ahora en adelante. 
 
En este sentido, parece que Pedro no entiende lo que acababa de presenciar y propone construir 3 chozas, poniendo a los 3 en el mismo plano… Es decir, este discípulo todavía no ha captado la profundidad de la novedad de Jesús. La voz de Dios, surgida de la nube, va a aclarar las cosas: “Este es mi Hijo elegido. Escúchenlo”.
 
Entonces, podemos decir sin temor a equivocarnos que escuchar a Jesús -sus palabras, su vida, sus obras- nos hace descubrir la verdad que nos devela Dios. Y quienes transitan ese camino, saben que escuchar a Jesús es vivir una experiencia única, porque es alguien que por fin nos muestra el sentido y valor de nuestras vidas, y nos traduce las claves para construir un mundo más justo y digno para el ser humano. 
Los seguidores de Jesús no nos nutrimos de cualquier creencia, norma o rito. Una comunidad se hace cristiana cuando pone en el centro al evangelio, a Jesús: ahí se juega nuestra identidad. 
 
También podemos reflexionar sobre la figura del monte Tabor como tal. Hablamos de “subir” y acoger a la figura divina de Jesús, para luego bajar al valle de cada día con nuevas actitudes, un renovado brillo en el rostro, y con el corazón sobrecogido por la experiencia de estar con Él y en Él. 
Por eso, el Tabor significa también descubrir el rostro iluminado de Jesús, para estar iluminados nosotros sean cuales fueren las circunstancias que nos toquen, sean de cal o de arena… Jesús es el agua (¡bendita!) que aglutinará esa cal y esa arena, con la que haremos nuestro mortero: el mortero necesario para el mantenimiento, restauración y reparación de nuestro “edificio”. Dicho de otro modo: cal y arena, mezclados, serán sólo eso. Pero si les sumamos agua, serán algo nuevo y útil en la construcción de nuestras vidas, y por extensión, aportar en la de quienes nos rodean.
 
La transfiguración nos invita a contemplar, ver y hasta llegar tocar… No hablamos sólo de “creer” en algo que no terminamos de saber bien qué es, sino transitar profundidades insospechadas para el lego (quien considera a Jesús un fracasado que falleció en la cruz, y descarta su triunfo manifestado en la Resurrección). 
 
Pensemos que el relato de la Transfiguración es un adelanto de la Gloria que nos espera después de transitar este plano terrenal. Con San Lucas, descubrimos una profunda realidad teológica: el Padre se hace presente entre los hombres a través de la humanidad de Cristo. Y esta humanidad es la gloria y el signo de la divinidad en él. Esta presencia se realiza en un nuevo Éxodo o marcha hacia la nueva Jerusalén y que para nosotros va a ser la pasión, muerte y resurrección… es decir, la transfiguración es como una anticipación de la gran teofanía de la divinidad, cristo opera en cada cristiano.    
 
Dicho esto, y finalmente, también hay que reconocer que no hay vida sin cruz. Y es por eso mismo que necesitamos tener “hombros” para cargarla cuando nos toque. ¿Cuántas veces nos hemos “ahogado en un simple vaso de agua” por no tener una perspectiva, digamos, cristiana de los acontecimientos? ¿Cuántas veces no hemos disfrutado plenamente de momentos singulares y luminosos por la misma razón? Ahí viene una de las grandes y profundas verdades: no sólo de pan vivimos, también necesitamos nutrirnos espiritualmente. 

Por Rufino Giménez Fines – Sacerdote Rogacionista