En este 4to. domingo de Cuaresma corresponde la lectura del Evangelio de San Lucas, Capítulo 15, versículos del 1 al 3 y del 11 al 32: “Todos los recaudadores de impuestos y gente de mala reputación solían reunirse para escuchar a Jesús. 2 Al verlo, los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: — Este anda con gente de mala reputación y hasta come con ella. 3 Jesús entonces les contó esta parábola: 11— Había una vez un padre que tenía dos hijos. 12 El menor de ellos le dijo: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. El padre repartió entonces sus bienes entre los dos hijos. 13 Pocos días después, el hijo menor reunió cuanto tenía y se marchó a un país lejano, donde lo despilfarró todo de mala manera. 14 Cuando ya lo había malgastado todo, sobrevino un terrible período de hambre en aquella región, y él empezó también a padecer necesidad. 15 Entonces fue a pedir trabajo a uno de los habitantes de aquel país, el cual lo envió a sus tierras, a cuidar cerdos. 16 Él habría querido llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. 17 Entonces recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18 Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti, 19 y ya no merezco que me llames hijo; trátame como a uno de tus jornaleros”. 20 Inmediatamente se puso en camino para volver a casa de su padre. Aún estaba lejos, cuando su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo estrechó entre sus brazos y lo besó. 21 El hijo empezó a decir: “Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco que me llames hijo”. 22 Pero el padre ordenó a sus criados: “¡Rápido! Traigan las mejores ropas y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y calzado en los pies. 23 Luego saquen el ternero cebado, mátenlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. 24 Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado”. Y comenzaron a hacer fiesta. 25 En esto, el hijo mayor, que estaba en el campo, regresó a casa. Al acercarse, oyó la música y los cánticos. 26 Y llamando a uno de los criados, le preguntó qué significaba todo aquello. 27 El criado le contestó: “Es que tu padre ha hecho matar el becerro cebado, porque tu hermano ha vuelto sano y salvo”. 28 El hermano mayor se irritó al oír esto y se negó a entrar en casa. Su padre, entonces, salió para rogarle que entrara. 29 Pero el hijo le contestó: “Desde hace muchos años vengo trabajando para ti, sin desobedecerte en nada, y tú jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. 30 Y ahora resulta que llega este hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y mandas matar en su honor el becerro cebado”. 31 El padre le dijo: “Hijo, tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32 Pero ahora tenemos que hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado.
Aquí San Lucas nos presenta la conocida parábola del Hijo Pródigo… hay que pensar que, en alguna medida y siempre de manera metafórica, los caminos del Hijo Pródigo son también nuestros caminos,
El Hijo Pródigo tuvo la gracia del hambre, del dolor, de la necedad… y desde ese vacío inicia la vuelta al Padre. Lo cierto es que todos, en mayor o menor medida, somos necesitados de corregir errores, sanar heridas autoinflingidas por falta de dis-cer-ni-mien-to.
El Padre no cuestiona nada del hijo. Nada le pide, nada le pregunta. Sólo espera y quiere al hijo a su lado. Y es que sólo Dios puede llegar a recibir con tanto cariño, con tanta esperanza y misericordia a un hijo que dilapidó sus bienes, y hasta se alejó de su hogar para vivir una vida licenciosa.
Sólo Dios puede abrazar sin que le digan “te amo” o “te extraño”... incluso hasta sin que se le pida perdón. A Dios le alcanza con que cada hijo se deje abrazar en medio del camino de la vida. De lo que estamos hablando es del amor misericordioso del Creador hacia nosotros, sus hijos. Detrás de la parábola de este padre que todos los días esperaba el regreso de su hijo, es fácil descubrir el rostro misericordioso de Dios.
Por otra parte, vemos al joven despilfarrador que, al quedarse sin nada, no se desesperó y reaccionó “volviendo a las fuentes”. El drama de este joven, cuya vida estaba arruinada por el orgullo y los excesos, se ilumina con la ternura infinita del padre.
Este padre de la parábola acoge al hijo “calavera” no habla de Dios Padre, que recibe a los pecadores que se han alejado de él. Este hijo da por muerto a su progenitor, pide de manera adelantada su herencia, rompe la solidaridad del hogar, echa por tierra el honor de la familia, pone en peligro su futuro al forzar el reparto de las tierras… finalmente, vencido por el hambre, la humillación y el sufrimiento, regresa a su casa.
Su padre sorprende a todos. Conmovido, corre al encuentro de su hijo. Lo besa efusivamente delante de todos, se olvida de su propia identidad, le ofrece el perdón antes de que se declare culpable. Así, lo reestablece en su hogar, lo protege del rechazo de los vecinos, y organiza una fiesta para todos: ¡Por fin podrán vivir en familia, de manera digna y dichosa!
Sin embargo, su hermano, el hijo mayor, no vive así este reencuentro. Hablamos de un hombre de vida correcta y ordenada, pero de corazón duro y resentido. Siente ira, rencor, desconcierto… y al llegar a su casa humilla públicamente a su padre e intenta destruir a su hermano. Se auto excluye de la fiesta. “Este hijo tuyo” dice, en vez de “este hermano mío”.
Este relato nos invita a reflexionar sobre cómo vivimos la religión. Cumplimos normas y preceptos, pero ¿no nos faltará mayor generosidad, amor y comprensión?.
¿Cuál vendría a ser la imagen de Dios que hemos modelado en nuestro interior? ¿Comprendemos su infinita misericordia y cómo nos involucra a nosotros? Además de receptores, ¿Somos practicantes activos de la misericordia o pensamos que con sólo “portándonos bien” hemos comprendido todo?.
Pensemos entonces en las profundidades del Sacramento de la Reconciliación. No se trata de un tribunal de condena, sino más bien una mirada introspectiva y lo más honesta posible que nos reencuentra con Dios misericordioso, ese padre que nos abraza y nos devuelve la paz interior y la alegría de vivir.
“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado” ¿Cómo no festejar semejante acontecimiento? Y es que “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesiten convertirse”.