Este domingo celebramos en misa la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y corresponde la lectura del Evangelio de San Mateo, Capítulo 16, versículos de 13 al 19: 13 Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “— ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? 14 Ellos contestaron: — Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún otro profeta. 15 Jesús les preguntó: — Y ustedes, ¿quién dicen que soy? 16 Entonces Simón Pedro declaró: — ¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo! 17 Jesús le contestó: — ¡Feliz tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún mortal te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos! 18 Por eso te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia, y el poder del abismo no la vencerá. 19 Yo te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Jesús y los apóstoles viajan del norte de Galilea hacia Cesarea de Filipo, alejándose progresivamente de las multitudes y de las ciudades judías. Es un momento de intimidad y revelación tras un tiempo de enseñanzas, milagros y conflictos con los fariseos a quienes denominó "sepulcros blanqueados".
Pedro y Pablo fueron asesinados por su fe durante la persecución de los cristianos bajo el emperador Nerón, alrededor del año 64 d.C. Son dos grandes apóstoles y columnas de nuestra Iglesia, testigos de la fe y el amor de Cristo. Simón, hijo de Jonás, pasa a llamarse Pedro (en griego), Cefas (en arameo) “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…”.
Pablo no conoció a Jesús. Fue un judío fariseo, culto y ciudadano romano, nacido en Saulo (actual Turquía). Al principio, persiguió a los cristianos con fervor. Su conversión ocurrió cuando viajaba a Damasco para arrestar cristianos: una luz del cielo lo derribó y oyó la voz de Jesús que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9). Quedó ciego por tres días, hasta que un cristiano llamado Ananías lo sanó y lo bautizó.
Desde entonces, se convirtió en uno de los más grandes misioneros del cristianismo, recorriendo el mundo romano y escribiendo cartas que hoy forman parte del Nuevo Testamento. Murió mártir en Roma, decapitado por su fe.
Al celebrar esta Solemnidad, recordamos especialmente al Papa León XIV: Obispo de Roma y sucesor del Apóstol Pedro. Y pedimos al Señor que lo siga sosteniendo en esta importante misión que le ha encomendado.
Recordando el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, hoy la Iglesia no sólo evoca a quienes son columnas y fundamento de su fe, sino también al supremo pastor, el Papa: heredero de la fe de Pedro y de la caridad apostólica de Pablo.
Ambos apóstoles son testigos de la fe en el Señor. Son discípulos que han acreditado con su vida y martirio la verdad del Evangelio. Edificaron la Iglesia incluso con su sangre… Pablo dirá: “Para mí, mi vivir es Cristo” (Filipenses 1,21) “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.” (Gálatas 2,20). “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.” (Juan 6, 68) En estas palabras de Pedro, vemos una fe vivida en la conciencia de la propia fragilidad y de la centralidad de Dios en nuestras vidas.
Pedro negará al Señor, Pablo será su perseguidor... ellos saben que tan falibles pueden ser. Y es transitando sus debilidades que la dimensión de Dios les será revelada. Ellos comprendieron que la fe al servicio de la Gracia y de los hombres conduce a la do-na-ción to-tal. Y es que nada puede importar más que encontrar a Dios, y permanecer en su amor.
Pedro y Pablo encarnan dos maneras distintas pero complementarias de entender y vivir el Evangelio. Pedro personaliza el carisma de la firmeza y la misión de unir y confirmar a los hermanos. Pablo protagoniza la dimensión misionera de la Iglesia, que es llamada a proclamar “la buena noticia” a todos los pueblos.
Dicho esto, volvamos a la escena que tiene lugar en los confines del Líbano, cerca de las fuentes del río Jordán, al pie del monte Hermón. Cesarea de Filipo era una ciudad pagana con fuerte presencia greco-romana, famosa por su santuario al dios griego Pan y otras divinidades. En tiempos de Jesús, estaba gobernada por Filipo el Tetrarca, hijo de Herodes el Grande (Rey de Judea que ordenó la matanza de los inocentes y murió cuando Jesús era niño. Su otro hijo era Herodes de Antipas, Tetrarca de Galilea y Perea, quien mandó a decapitar a Juan el Bautista).
No es menor lo que denota Jesús en este pasaje del Evangelio: Pedro no responde a su pregunta repitiendo una enseñanza previa. “— Y ustedes, ¿quién dicen que soy? Entonces Simón Pedro declaró: — ¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo! Jesús le contestó: — ¡Feliz tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún mortal te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos! Por eso te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia”.
Pedro es la roca pero también el pastor. En la persona del Papa es Cristo mismo quien se hace visible y presente entre nosotros para enseñar, santificar y regir la Iglesia. En Lumen Gentium, 18, podemos leer: "El Romano Pontífice es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles." En el número 21 de Lumen Gentium se agrega: “El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, hace las veces de Cristo mismo, Cabeza de la Iglesia. Goza por institución divina del poder supremo, pleno, inmediato y universal para el cuidado de las almas.”
Pero atención: “Hace las veces de Cristo” no significa que sea Cristo, sino que actúa en su nombre como su representante visible en la Tierra. Es una misión de servicio, con autoridad espiritual para guiar a toda la Iglesia. Subraya la doctrina católica, como sucesor del apóstol Pedro.
Como colofón de estas reflexiones, cabe preguntarnos: ¿Quién decimos nosotros que es Jesús? ¿Lo tenemos en nuestras vidas? ¿Procuramos conocerlo? ¿Somos abiertos a su evangelio? ¿Comprendemos como Simón Pedro, o solo repetimos como loros lo que alguien más nos dijo?.
Lo cierto es que la fe en Cristo nos transforma. Confiemos en eso, y demos testimonio de que realmente es así. Nada será igual en nuestras vidas si todo lo vemos desde la gramática del amor, en la que practicamos (y disfrutamos de) la empatía y la misericordia, incluso para con quienes nos atacan o en otro contexto identificaríamos como simples “enemigos”. El amor a Dios (nuestro creador) y a nuestro prójimo (nuestro hermano) nos interpela. No perdamos de vista la calidad de nuestra comunión y la disposición consciente a la enseñanza garantizada por el sucesor de Pedro