Este domingo 2 de noviembre es el Día de los Fieles Difuntos en la Iglesia Católica, también conocido como Conmemoración de los Fieles Difuntos. Se celebra justo después del Día de Todos los Santos, 1 de noviembre, y su objetivo principal es orar por las almas de quienes han fallecido, recordando que pueden necesitar nuestras oraciones para alcanzar la plenitud del cielo. Corresponde la lectura de San Lucas, Capítulo 24, versículos del 1 al 8: “El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. 2 Al llegar, se encontraron con que la piedra que cerraba el sepulcro había sido removida. 3 Entraron, pero no encontraron el cuerpo de Jesús, el Señor. 4 Estaban aún desconcertadas ante el caso, cuando se les presentaron dos hombres vestidos con ropas resplandecientes 5 que, al ver cómo las mujeres se postraban rostro en tierra llenas de miedo, les dijeron: — ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? 6 No está aquí; ha resucitado. Recuerden que él les habló de esto cuando aún estaba en Galilea. 7 Ya les dijo entonces que el Hijo del hombre tenía que ser entregado en manos de pecadores y que iban a crucificarlo, pero que resucitaría al tercer día. 8 Ellas recordaron, en efecto, las palabras de Jesús”.
***
Este XXXI domingo del Tiempo Ordinario coincide con la conmemoración de los Fieles Difuntos. Y “No está aquí; ha resucitado”, dice la lectura de hoy. Esta es la Buena Noticia por excelencia, en medio de tantas afirmaciones tristes y preocupantes. Entonces, los cristianos escuchamos con gozo el anuncio del Evangelio: Dios ha dado un “sí” decisivo a la humanidad al resucitar de entre los muertos a su Hijo, Jesucristo.
Jesús se entregó a la muerte por amor y solidaridad hacia nosotros. La victoria de Cristo es nuestra victoria. Lo que celebramos es la resurrección de Jesús: una realidad que todavía está sucediendo. Por eso, la Pascua sigue viva. Cristo Jesús sigue vivo entre nosotros.
La resurrección de Jesús transformó a Pedro y a los discípulos, y quiere también transformarnos a nosotros. Cristo desea crear algo nuevo: darnos su vida, su alegría, su espíritu, su entusiasmo. La resurrección de Jesús ha sido el fundamento de la fe de la Iglesia en todos los tiempos.
Por la resurrección de Cristo llegamos a la cima más alta de la historia de la salvación, porque en ella se cumplen las antiguas profecías y promesas de Dios a la humanidad.
El sepulcro vacío se convirtió en el lugar fecundo donde nació la nueva humanidad, redimida por el poder de la resurrección de Cristo. Así, queda atrás el pecado del hombre, con su séquito de calamidades y fracasos… Queda atrás la vieja humanidad caída y sometida al imperio del mal y de la muerte.
Entonces aparece la nueva creación de Dios: una humanidad construida desde los cimientos, con la piedra angular que es Cristo, quien nos liberó, nos consagró y nos divinizó en Él.
No somos “dioses”, pero sí hijos a través del Hijo del Hombre. Por eso, este paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la condición de siervo a hijo, del pecado a la vida de Dios, nos invita a vivir en Cristo para resucitar con Él.
Los cristianos tenemos dos grandes certezas: que no estamos solos, y que la vida no termina en este plano, sino que se transforma. Así, la cruz en los cementerios es esperanza de una vida nueva… porque la muerte no es el final. Nuestra fe nos dice que viviremos con Dios para siempre.
El cuerpo se convierte en polvo, pero nosotros seremos transformados:
Solo queda lo que damos.
Solo nos acariciará el amor que prodiguemos.
Solo nos llegará la sonrisa que regalamos.
Solo nos refrescará el agua que bebimos juntos y nos alimentará el pan que compartimos.
Solo nos arropará el vestido con que arropamos al prójimo.
Solo nos consolará la palabra con la que reconfortamos.
Solo nos guiará la verdad que proclamamos.
Solo nos sanará el consuelo del enfermo que visitamos.
Solo nos dará la paz la ofensa que perdonamos.
Solo nos hará renacer la confianza y la certeza que depositamos en el cielo.
Oremos especialmente por aquellos seres queridos que han partido. Recordemos sus aciertos y los buenos momentos compartidos. Tengamos misericordia por sus ofensas y errores, y deseémosles lo mejor. Y es que al final, la muerte no tiene la última palabra: la tiene el amor. Y ese amor, nacido de Dios, es el que nos da la posibilidad de resucitar en Cristo cada día y alcanzar la paz interior.
***
Les mando un abrazo fraterno. Que tengan una bendecida semana. ?