En este tercer domingo de Adviento, corresponde la lectura del Evangelio de San Mateo, Capítulo 11, versículos del 2 al 11: "Juan, que estaba en la cárcel, oyó hablar de los hechos de Cristo y le envió unos discípulos suyos 3 para que le preguntaran: — ¿Eres tú el que tenía que venir, o debemos esperar a otro? 4 Jesús les contestó: — Regresen a donde Juan y cuéntenle lo que ustedes están viendo y oyendo: 5 los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. 6 ¡Y felices aquellos para quienes yo no soy causa de tropiezo! 7 Cuando se fueron los enviados de Juan, Jesús se puso a hablar de él a la gente. Decía: — Cuando ustedes salieron a ver a Juan al desierto, ¿qué esperaban encontrar? ¿Una caña agitada por el viento? 8 ¿O esperaban encontrar un hombre espléndidamente vestido? ¡Los que visten con esplendidez viven en los palacios reales! 9 ¿Qué esperaban entonces encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, les aseguro, y más que profeta. 10 Precisamente a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. 11 Les aseguro que no ha nacido nadie más grande que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él".
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En este pasaje vemos la confirmación de que Jesús es “el enviado”, pero también una ratificación de que se está cumpliendo lo anunciado en el Antiguo Testamento.
Además, aparece la mirada disruptiva que propone Jesús sobre el liderazgo o sobre los ungidos, que ya no necesariamente tienen que ver con “el lujo y el poder terrenal”. Y esa mirada se posa en Juan, el “más grande”, es un hombre extremadamente austero, sin posesiones ni finos ropajes.
Con “el Bautista” comienza la época mesiánica de la salvación. Jesús inaugura el nuevo Reino, que supera todo lo anterior, y lo hace con hechos visibles. Sí, es cierto: se esperaba a un Mesías más parecido a los relatos apocalípticos, en un escenario más sobrenatural. Sin embargo, la gente se encuentra con un galileo sin aires de grandeza, que se rodea de gente humilde, que habla en parábolas para ser comprendido por todos y que, en definitiva, ha revolucionado el ambiente de la época.
¿Alguien así puede ser el enviado de Dios, el que restaure todas las cosas? Para los saduceos y la clase sacerdotal bastaban las murallas de la ciudad, la grandeza del culto, que el orden conocido continuara… y que los pobres se arreglaran como pudieran.
Los fariseos tenían su respuesta: cumplir rigurosamente la Ley de Moisés, hasta la última coma, convencidos de que la observancia minuciosa garantizaba la fidelidad religiosa. Pero en muchos casos esa rigidez terminaba volviéndose un moralismo que descuidaba lo esencial: la misericordia, la justicia y el amor al prójimo.
¿Será que nosotros, como ellos, nos preocupamos del “más acá”, mientras la mayoría de la población del mundo se encuentra en una situación de hambre, pobreza, humillación y desprecio?
Es tiempo de revisión y conversión. Necesitamos volver al Evangelio, a ese Dios encarnado, a ese niño pobre y perseguido que ni siquiera tiene una casa donde nacer.
Desde ese lugar, no podemos pensar en un sistema educativo cristiano si las escuelas cristianas no están abiertas a los niños y adolescentes más carenciados.
Tampoco podemos imaginar un sistema político-económico que se diga cristiano si no justifica con hechos concretos la prioridad de los más necesitados y un verdadero sentido de solidaridad social.
Finalmente —y no por eso menos importante—, no podemos pensar en una Iglesia que se diga cristiana si los marginados no encuentran un lugar en ella.
Todo esto nos interpela: es un desafío, una tarea, una misión. El Reino de Dios llega como una verdadera novedad frente al antiguo esquema religioso, plagado de legalismos y teorizaciones teológicas que no aportan (más bien restan) cuando se pierde de vista lo esencial. El Reino nos exige una conversión no sólo espiritual, sino también visible en signos de solidaridad, misericordia y empatía.
En definitiva, la pregunta de Juan el Bautista es también la nuestra: ¿realmente Jesús es el Salvador que esperamos? Con el diario del lunes, hoy más que nunca podemos decir claramente que sí. La presencia de Jesús en nuestras vidas genera sanación, primordialmente a nivel interior. Hablamos de liberación, de perdón y de vida nueva: signos para discernir si nuestra fe es auténtica y se traduce en obras, o si es sólo una careta hipócrita.
Es muy común escuchar a personas que dicen ser católicas, pero no practicantes. Nada más contradictorio. Imaginemos a alguien que dijera: “Soy futbolista, pero jamás pateé una pelota”. Absurdo.
Juan el Bautista también esperaba con ansias la realización efectiva del Reino de Dios. Hoy, como seguidores de Cristo, discípulos y misioneros, seguimos anunciando el Reino y realizando todos los gestos concretos de caridad y justicia que estén a nuestro alcance para que el Reino venga a nuestras vidas y a las de quienes nos rodean.
No tengan miedo. Confíen. Siempre estaremos a tiempo de ponernos los botines, salir a la cancha y disfrutarlo.
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Que tengan una bendecida semana. Abrazo fraterno.